Cuando estaba chato de la rutina, del encierro pandémico de las exigencias eternas de la academia. Sin un descanso prolongado, reconociendo lo duro que ha sido la vida laboral y estudiantil. Esa falta de respiro, producto de tener que cargar con responsabilidades afectivas de otras personas, a la vez, tener que cumplir en mi trabajo y en lo que respecta a mi rol en la sociedad.
Decidí viajar, para sacarme ese peso tremendo de encima. Para alejarme de las personas que dependían de mi de manera emocional. Siempre un viaje representa un desafío, por la sencilla razón de la incertidumbre que este provoca, no sabes que sucederá, ni tampoco si llegarás vivo.
Era temprano, día soleado, todo tranquilo en mi interior. Mucho tráfico, propio de Santiago pero lo relevante era la emoción de tranquilidad que llevaba consigo este viaje. Los camino se ofrecen con rostro de felicidad mientras la radio suena canciones preferidas para hacer aún más grato el tramo. La vida se reduce a una ruta, los pensamientos fluyen y comienza la ansiada relajación inminente.
Después de un grato viaje, llegué a mi lugar de destino, esperanzado para encontrarme conmigo mismo. Sin embargo, no solamente me encontré conmigo si no que fue una serendipia encontrarte a ti. La prestigiosa sonrisa y alegría brotó en el momento en que tu silueta se dibujó en mi iris, como siempre yo haciendo estupideces, poco a poco nos fuimos acercando. Lo que pensé que sería una simple junta entre amigos, que no se conocían los poros de la piel y que el nerviosismo y la ansiedad iban a tomarse protagonista; se transformó en un vaivén de emociones de única índole.
Entre conversa seria y graciosa, el día comenzó a tener matices diferentes de colores. El mar del momento ya no estaba teñido de azul, sino que tenía tonalidades verdosas, rojizas, rosáceas, etc.
Al mirar tu rostro, sentí que estabas en otro mundo, que compartíamos las mismas emociones sin hablar de aquello. De pronto nos miramos, y sentí que se congeló el tiempo. El contacto visual importaba más de lo que podía pasar al rededor. Nada podía interrumpir ese brillante momento, en que nuestros abdómenes se apretaban, nuestras manos temblaban mutuamente y la sonrisa que reflejaban tus ojos era indescriptible. Por primera vez, descubrí a una persona capaz de reír y expresar con la mirada. Tus forma kinestésica de observarme, tu manera filosófica de compartir palabras, las suaves caricias de nuestras manos fluían como si nos conociéramos de toda la vida. La fantasía de tenerte en mi cotidianeidad se hacía más latente, y una tarde, unas míseras horas se transformaron en años de comprensión, siglos de compañía, eternos ciclos de tiempo en que concatenaos nuestras almas.
Las risas brotaban solas, el escándalo que dejamos en los lugares que visitamos, la constante sátira de nuestro al rededor, pintaba un gran cuadro artístico, nuestra obra maestra. Se hacía tarde, y decidimos visitar el hotel que reservé para mi viaje. Y continuamos nuestra conversa, la cual tuvo una metamorfosis corporal, la timidez nos vuelve a invadir, no obstante, la confianza se hacía predominante.
La unificación comienza, la comodidad de estar el uno con el otro, hizo que el día valiera la pena, que la tarde brillara por si sola, y que la noche fuese la mejor cita de mi vida. Las horas pasaban, pero sentía que mi vida la llenabas con lo que siempre me faltó. Jamás me había percatado lo mucho que te necesitaba, sin tenerte cerca, nunca hubiese pensado que te convertirías en la persona más importante de mi vida.
Aunque no coincidamos nuestros tiempos, siempre sueño que de casualidad tener una serendipia como ese día.
En resumen, ese viaje, no solo me encontré conmigo, sino que hallé algo demasiado valioso, que no dejaré ir tan fácil.
Quererte es poco. Muchas gracias.
Agnadhi du Anghi